martes, 28 de enero de 2020

Como la comida peruana, ninguna

¿Cómo fue el proceso que siguió la comida peruana desde Aquellos añejos días de 1532 en que Francisco Pizarro llegara a Tumbes en su tercera expedición y empezara a conocer nuevos productos y a saborear otros alimentos?

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En el siglo XVIII, la original extensión del virreinato peruano se fue reduciendo debido a la creación de otros núcleos como la Capitanía General de Chile, el Virreinato de Nueva Granada y posteriormente la Capitanía General de Venezuela y el Virreinato de Buenos Aires, pero la capital seguía siendo Lima, en donde se podían apreciar las manifestaciones sociales y religiosas en medio del lujo, boato y despilfarro, gracias al movimiento comercial generado por los navieros instalados en la ciudad.

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En ese contexto, la gastronomía era, junto con la música y la danza, el acompañamiento obligado en todas las reuniones a las que accedían la nobleza y el pueblo, siendo Moquegua y Jauja los graneros que surtían de productos a la capital, lo mismo que los valles costeros y pueblos de la Sierra. Los arrieros, aquellos caminantes de cien destinos, eran los encargados de llevar a Lima todo tipo de artículos, entre comestibles y de uso diario, mientras se acompañaban con la guitarra interpretando melodías que han quedado guardadas en las tradiciones, como mulisas, huaynos, yaravíes.

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La historiadora limeña Rosario Olivas Weston, profesora de la Escuela de Gastronomía de la Pontificia Universidad Católica, decidió hacer un recorrido por la Historia oficial para recoger aquella que se guarda entre cubiertos y manteles, tan importante como la primera, pero dejada de lado por siglos.
“En Lima, no había datos sobre una cultura gastronómica nacional porque solo se encontraban recetarios, por eso decidí realizar investigaciones para dar a conocer el proceso y evolución de la comida peruana, pero fundamentalmente cómo fue en Lima”.


Como resultado de este largo trabajo que le demoró treinta años, fueron las ediciones de los libros “La cocina en el Virreinato del Perú” (1996), “La cocina cotidiana y festiva de los limeños en el siglo XIX” (1998), “Cusco, imperio de la cocina” (2000), en los que nos muestra con detalle la llegada, entre otros elementos, de granos como el trigo y la cebada, tan buscados por los europeos, rescatando el nombre de sus promotores. Así, cuenta que fue doña Inés Muñoz, esposa del adelantado Martín de Alcántara, quien encontró unos granos de trigo en un barril de arroz y los sembró. Ello ocurrió en 1535, fecha de la fundación de la capital del Virreinato.

Hacia 1539 se construyeron los primeros molinos y ya en 1541 se hacía pan, pero era un lujo adquirirlo por su alto costo. La población andina asentada en Lima también hacía el suyo, pero más rústico y quizá de mejor sabor por ser menos elaborado.

La historiadora nos relata que la chicha, esa bebida milenaria presente en las culturas Huari (a base de molle y maíz), mochica, (de maíz) como otras de quinua o también del maní centroamericano, fue en la Lima de los años 60 una bebida muy consumida, pero esa costumbre se fue perdiendo. “Nuestra gastronomía es incompleta sin este complemento autóctono”.

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Buen diente

Gracias a Olivas nos enteramos de que los cronistas fueron los primeros en dar detalles de comidas y sabores en este “reino del Pirú”, especialmente Bernabé Cobo –al parecer de buen diente– quien, junto con Garcilaso, nos pone al tanto de la dieta de los peruanos que fue adoptada por los conquistadores. En los primeros tiempos se consumían maíz, papa, quinua, pescado, perdices y se refrescaban con agua, chicha y masato. Además, el menú se complementaba con paltas, guanábanas, tumbo y otros frutos traídos de Santo Domingo, Haití. De México pudieron llegar los famosos tamales, que en nuestras tierras cambiaron de sabor gracias a los africanos.

Otros aportes fueron la mazamorra morada, el sanguito, mazamorra de cochino.

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Al sabor típico de los chupes, locros, humitas, huatias, azua (chicha), los españoles añadieron sus productos y condimentos, iniciando así el mestizaje gastronómico.
El padre Buenaventura de Salinas (1631) manifiesta que causaba mucha admiración la nieve que coronaba la Cordillera de los Andes y que podía ser vista desde la ciudad de Lima. Esa nieve se traía en recua de mulas para refrescar el agua y la aloja hasta muy entrado el siglo XIX. 

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Si bien Lima era una ciudad de grandezas, muchas familias se arruinaron por servir mesas opíparas, como anota la Rosario Olivas, haciendo hincapié en que durante el Virreinato las comidas se servían en dos horarios: el almuerzo a partir de las nueve o diez de la mañana y la comida, desde las tres o las cuatro de la tarde, o un poco más. Al final del día, casi a medianoche se tomaba una colación consistente en una jícara de chocolate con bizcochos. Esta bebida se servía tan espesa que la cucharita se paraba en medio.

Las famosas visitas a las que las limeñas eran tan devotas por los dimes y diretes, se celebraban entre las once de la mañana y las tres de la tarde y las vespertinas, después de las comidas, entre las cinco o las seis hasta las once de la noche.

El plato típico del almuerzo popular era el sancochado, seguido del puchero, la olla española y el chupe. En las mesas de la aristocracia, cada uno se servía de lo que más apeteciera y había una selección de veinte fuentes diferentes. A las visitas se les atosigaba de platos (siete primero, después seis) aunque las mujeres de la casa comían poco, prefiriendo leche de vinagre y los chicharrones de cerdo. Para la dueña de casa era la famosa sopa verde. En el siglo XVII, los limeños eran muy aficionados al “pan y miel” que no era otra cosa que la sopa de pan de semita con miel.

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Los banquetes de la aristocracia estaban influenciados por la cocina española y los platos principales sumaban doce, los segundos once y los terceros otros once. Entre estos anotamos: perniles, ollas podridas, pavos asados, perdices asadas con salsa de limones, zorzales asados, truchas fritas, tortas de cidra verde, palomas torcaces con salsa negra, manjar blanco, buñuelos al viento.

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